Einstein escribió (en una carta, si mi memoria no me traiciona) que el mundo es un lugar peligroso no tanto por los que hacen el mal, sino por aquellos que lo fomentan o lo toleran. La frase ha sido reformulada muchas veces. Una, la más popular (tal vez por lo certera), es la que dice que el mundo no va a ser destruido por aquellos que hacen el mal, sino por los que miran sin hacer nada. No estoy seguro de que la situación sea tan dramática (o sea, que el mundo vaya a ser destruido), pero sin duda son más dañinos los que observan al dañino sino oponérsele que el dañino por sí.Imagino que hay muchos mecanismos que permiten que el mal prospere. Uno, además del mencionado arriba, se emparenta con el hecho de que los humanos intentamos mantener nuestras vidas dentro de algo llamado normalidad.Es lógico. Todos los seres vivos hacen eso, empezando, claro, por la rana en la proverbial olla a fuego lento. La pandemia pateó el tablero de la realidad y no solo tuvimos que adaptarnos, sino que además debimos –y eso fue lo que más nos costó– aceptar que la antigua normalidad había desaparecido. Empezamos, en algún momento, a hablar incluso de una nueva normalidad. Si uno la mira con un poco de atención, la normalidad es en la práctica una construcción social adherida a los tiempos, las costumbres, la visión del mundo, el conocimiento científico, y una larga lista de otros factores. En este sentido, la pandemia fue una triste revelación. El cine de ciencia ficción solía pintar un futuro en el que las personas andaban con barbijo por la calle; ahora, todos llevábamos barbijos, y alcanzaba con mirar la escena con los ojos de dos años atrás para enfrentar una foto muy distópica.Recordé entonces ese librito precioso de Eileen Power, Gente de la Edad Media, que había leído en la adolescencia, y allí ya había suficientes señales de que la historia humana ha aceptado innumerables normalidades. No podría ser de otra forma, hasta por razones neurológicas. Necesitamos que el escenario permanezca más o menos estático para ser actores de nuestras vidas. Esta quietud del fondo –que en rigor nunca está del todo quieto, sino que cambia muy lentamente– es lo que llamamos normalidad. Pero, como muchos otros mecanismos cerebrales (eventualmente, también mentales; hay un tema precioso en ese cruce), tiene su lado oscuro. Es otro de los facilitadores del mal. Como necesitamos de cierta normalidad para llevar adelante nuestras vidas, y como la norma es un acuerdo social, no una ecuación matemática, cuando la realidad empieza a degradarse de forma lenta, no de un día para el otro, como ocurrió con la pandemia, sino cuando es un declive ominoso, pero suave, las sociedades humanas intentan continuar con su cotidianidad como siempre. Puede haber señales manifiestas de que la catástrofe es inminente, pero las catástrofes son todo lo contrario de la normalidad, así que ignoramos los síntomas y no hacemos nada. Así, la catástrofe resulta inevitable. Es un clásico: los restaurantes de una capital europea llenos de gente disfrutando de la vida en las vísperas de la Segunda Guerra Mundial.El cerebro tiene un mecanismo, basado en la dopamina (un neurotransmisor), que nos premia cuando ejecutamos una acción que contribuye con nuestra supervivencia. Su lado oscuro son las adicciones. Así que no hay nada de malo en que la mente espere que la realidad sea más o menos la misma cada mañana (o sea, normal). Pero no parece una mala idea mantenernos alertas. No siempre la normalidad se altera de forma brutal y súbita. Una cosa es pretender cierta normalidad y otra muy diferente es normalizar actos inhumanos, que cercenan libertades, que enajenan, que estigmatizan, que envilecen e impiden, que son impiadosos, que son de una impunidad obscena. Normalizar el mal es fomentarlo, para usar, una vez más, las palabras del gran Albert. Es ahí cuando lo normal se convierte en siniestro.Ariel TorresTemasNota de OpinionManuscritoGDAConforme a los criterios deConocé The Trust ProjectOtras noticias de Nota de OpinionCrisis: Hundidos y agujereadosEl país que no abraza el PresidenteA 78 años del Día D: proeza técnica y grandeza política
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