Estamos acostumbrados a pensar en el arquetipo más famoso de Charles Baudelaire, el flâneur que deambula por la ciudad metropolitana, un habitante de las calles de mediados del siglo XIX sumamente seguro de sí mismo, un “espectador apasionado” de sus múltiples formas de vida. El flâneur, al fin y al cabo, era un hombre de clase media o media-alta que, fascinado por la multiplicidad y variedad de la vida de la ciudad, residía libremente “en el corazón de la multitud”, como decía Baudelaire en “Le Peintre de la vie moderne” (“El pintor de la vida moderna”, 1863), “en medio del flujo y reflujo del movimiento, en medio de lo fugitivo y lo infinito”. Podía darse el lujo de saborear los estímulos constantes y contradictorios de esas calles, sobre todo porque estaba de pie, o paseaba, a una ligera distancia del ajetreo y el bullicio de su vida cotidiana. Saboreando sus ritmos y rimas, el flâneur baudeleriano leyó la metrópoli como si se desplegara ante él como un inmenso y complicado poema. Leer más
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