Los días entre semana, el Museo Nacional de Antropología, en Ciudad de México, parece el despacho de un gigante ausente, todo tan grande, tan vacío y solemne. Haces de luz naranja caen del techo, para gusto de curadores, restauradores y antropólogos. Los turistas sienten la gravedad y transitan medio asustados, confundidos, como si los viejos dioses que ven representados en piedras antiquísimas, en las vitrinas, pudieran llamarles a cabildo en cualquier momento, con sus pantalones cortos y sus gorras y sus frentes quemadas por el sol, de la visita de días previos a las pirámides de Teotihuacán.Seguir leyendo
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