Diego Fenoglio, fundador de Rapanui, en La Escalada: “Si sos un apasionado de lo que hacés, te va a ir bien”

Tenía cuarenta años y había algo que le hacía ruido, que no compatibilizaba con su vida, con sus ideales. A la empresa familiar que conducía con su mamá y con su hermana le iba bien. Era una fábrica de chocolates histórica en un entorno idílico: Fenoglio y Bariloche habían crecido a la par. El matrimonio de Aldo e Inés se había instalado en la ciudad rionegrina en 1947: eran italianos huyendo de la posguerra. Fundaron primero una confitería que llamaron El Tronador. El tiempo hizo que se convirtiera en una chocolatería titulada con el apellido. Diego, Inés y Laura se encargaron de la empresa cuando Aldo falleció a los 57 años.“Arranqué con mi padre, que me enseñó de chiquitito a trabajar con él. Él era pastelero, y a partir de ahí yo lo ayudaba en las tareas habituales en temporada de verano”, cuenta Diego, que rescata esas noches en las que era un veinteañero que quería que cerrar la confitería para ir a bailar. La confitería se volvió una fábrica de chocolate y ya sin Aldo -presunto inventor del chocolate en rama-, el curso de la empresa familia dependía de tres personas: mamá Inés, hermana Laura y el propio Diego.“Con el tiempo, me di cuenta de que me había equivocado en varias cosas. Era muy impetuoso, hacía cosas que con un poco de reflexión no la hubiese hecho. Era muy impulsivo. Tomaba decisiones erradas, aunque a veces es bueno ser así porque te vas equivocando, pero vas aprendiendo. Está bueno aprender del error de uno mismo. Y yo tengo un lugar en mi casa en Bariloche, en donde reflexiono y a los cuarenta años, más o menos, me senté un día y dije: ‘Me equivoqué, me equivoqué’. Reflexioné, miré para atrás y dije: ‘No, esto no. Esto no es lo que yo puedo hacer; puedo hacer algo mucho mejor’”.Quería ofrecerles a su mamá y su hermana, sus socias, un cambio de espíritu, de conducta. Quería hacer un producto más cuidado, revisar el detalle, priorizar la calidad. “Cuando les planteo que hay que hacer una reestructuración de la empresa, que íbamos a perder ventas, que íbamos a sufrir al principio, ellas decidieron que no, que les gustaba, que querían seguir como estaba”, relata. Diego se enfrentó a una encrucijada. “En ese momento, hace como 25 años, estaba casado con Ana y ella me decía ‘¿vos estás loco? ¿A los cuarenta empezar otra empresa otra vez?’. Yo creo que en la vida tenés que hacerle caso a tus entrañas y yo le hice caso a mis entrañas, nada más”.Sus entrañas lo incitaron a venderle la parte de Fenoglio a su familia y abrir su propia firma, a su estilo. En esa transición, se transformó también en corredor de motocross, ajedrecista y conductor de radio. Dice que nunca hizo las cosas por dinero: “Nunca fui ambicioso, jamás. Nunca me interesó el dinero. Es como que yo voy trabajando y voy haciendo las cosas porque me encanta hacerlas. Soy un apasionado de lo que hago. Yo no manejo dinero, no me gusta manejar dinero. Por supuesto que tiene que ser rentable la empresa porque te fundís. Pero eso es algo absolutamente lateral”. A su vez, asegura que la pasión es un buen presagio: “Si sos un apasionado de lo que hacés, te va a ir bien. Si lo hacés porque te apareció un negocio y querés hacer plata, y no lo sentís en tu cuerpo, desconfiá”.Y fundó Rapanui, una casa de chocolates y helados que significa “gran resplandor” y era el nombre de la casa en la que vivió durante muchos años y que aún conserva. “Me parece que está bueno identificarte con la marca, con algo que sentís como propio, como una parte de tu alma”, valida. Empezó sin ambición, sin pretensiones, de manera paulatina, sin desesperación, con rentabilidad baja pero continua.El producto que marcó un antes y despuésDiez años después de haber armado Rapanui, patentó el Franuí: frambuesas bañadas en chocolate casero. “Un día las frambuesas silvestres del jardín de Diego se convirtieron en heroínas. Fueron bañadas en chocolate casero y puestas a prueba por los jueces más rigurosos: su familia. Con aprobación unánime, nació Franuí, logrando combinar los sabores que van directo a tu corazón”, dice la página web de la heladería.“Inventé Franui, que a nivel mundial no existía -recuerda-. Vivía en una casa que tenía muchas frambuesas. Se me ocurrió manejando. Soy un obsesivo del trabajo. Siempre, siempre voy pensando qué cosas puedo llegar a hacer, qué puedo inventar, qué puedo crear. Y dije: ‘Bueno, ¿y si hago esto?’. Y justo fue en verano. Era una temporada de frambuesas. Y digo: ‘Hago esto, esto, esto lo voy a probar mañana o pasado’. Y lo probé, y se lo di a probar a mi gente. Con la carita de sorpresa que pusieron, yo dije: ‘Este producto, sin ninguna duda, va a ser un éxito seguro’”.Lo fue. Al público le encantó. “Es un producto que tiene el impacto de la acidez, el impacto del sabor. Y después te queda la frescura de la frambuesa, te queda el dulzor del chocolate blanco. Es como que tiene un combo que es casi perfecto”, describe. Antes de Franuí, Rapanui solo tenía un local en Bariloche. Ahora hay cerca de treinta comercios distribuidos en todo el planeta: se comercializa en cuarenta países. “Se vende hasta en Moldavia, y yo nunca estuve en Moldavia -cuenta-. Y hay una tendencia muy fuerte en Francia, los franceses están adoptando Franui. No podemos llegar a abastecer la demanda”.

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