Tengo una amiga que congela el tiempo. No es broma pero tampoco es magia. Ella congela el tiempo. No es que lo alargue y consiga que un instante dure meses ni que lo detenga para siempre pero lo congela. Es extraño. No es ninguna negadora, no busca tener 19 a los 41, no quiere salir a bailar todas las noches hasta la madrugada, ya no mira las series de adolescentes que la desgarraban de adentro hacia afuera ni viste las faldas antiguas de colores estridentes como la rabia que heredaba de su madre pero esto que hace lo hace igual. De vez en cuando, congela el tiempo. Lo conserva en momentos, en pedazos. Y lo regresa. Aplasta el presente con el pasado.Ella estudió conmigo en el que colegio y cuando terminamos, por tantas razones, porque una tarde le robaron la bicicleta playera amarilla en la que se movía, porque la lista continúa, porque el comienzo del nuevo milenio más que una nueva puerta en las calles de Lomas de Zamora, por todos lados, pareció un cuadro de asfixia, la desaparición completa del aire, se fue a vivir a Estados Unidos. Ese fue el comienzo. Después no regresó por varios años hasta que empezó a hacerlo, primero una vez, después ya no, cuatro años más tarde de nuevo, dos o cinco también y así, con la intermitencia de quienes pueden.Venía, llegaba y hacia eso con el tiempo. Traía en sus manos las épocas que ya habíamos vivido. Lo sigue haciendo cuando la veo. Jamás por teléfono o por chat, no, lo suyo es cosa que se hace en vivo. Y así lo hace. Con el cabello entre rubio y rojizo, los ojos verdes, las mejillas repletas de pecas como el universo y la piel tan blanca que parece dejarla sin sitio para esconderse ella habla y pum: es abril de 1995, es agosto de 1990, es febrero de 2002. Me pregunta por personas que había olvidado por completo, me llama de formas que ya nadie me nombra, enumera gustos míos que no volví a pronunciar, me recuerda momentos en los que nunca más pensé porque no tuve por qué. Me mira y me ve las capas, cada una. Incluso me revela, me dice tal cosa y me avergüenza. Yo también era esa.Solo la escucho. No la interrumpo, no la corrijo. Es incómodo porque después de tanto trabajo, el análisis, las noches, las mañanas también, las charlas para dejar ciertas certezas atrás, regresa ella y me desdibuja. ¿Te acordás cuando esto? ¿Te acordás que vos aquello? ¿Y esa vez en que tal? Ella congela todo su tiempo acá y como resabio me congela a mí.Pero estoy tan lejos. Tengo casi nada de esa chica que odiaba los jeans y las musculosas justo en el momento de la vida en que hay que vivirla con el cuerpo al aire. No uso pantalones deportivos, no uso buzos con capucha. Ya no como salchichas directo del paquete, ya no como salchichas, hace 24 años que no como salchichas. No tomo helado de limón, no quiero vivir en Parque Miñaqui, no tengo vínculo con ningún compañero de ese colegio que compartimos, tampoco me quedan ídolos, ya no puedo hacer piruetas sobre el pasto, no creo en lo que creíamos ni me río tanto.Quizá ella lo haga a propósito. Sin saberlo pero a propósito. Ella, desde segundo grado tan igual a mí, las clases de gimnasia deportiva, las tardes en el curso de inglés particular, las canciones de Diego Torres, las remeras batik hechas por nosotras en el patio de su casa. Quizá cada uno de sus viajes, cada una de sus vueltas, sea una oportunidad. Una manera de aprovecharnos. De aprovecharme de lo que hace con el tiempo. De mirarme a mí también como me mira ella, de devolverle esa misma mirada, la gentileza. Para darle aire. Para sentir por unos días, mientras charlamos en el barrio del que nos fuimos, que somos esas, que hoy también, como entonces, podemos estar convencidas de que todo lo que venga va a ser irremediablemente mejor.Por Dolores Caviglia TemasOpiniónManuscritoConforme a los criterios deTipo de trabajo:opiniónConocé másOtras noticias de ManuscritoManuscrito. El renovado arte de habilitar lecturasManuscrito. Noticias de ayerManuscrito. MAGA republicano, MAGA húngaro
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