Los violinistas tocaban y forzaban una normalidad fabricada e irrisoria, dadas las circunstancias. El Titanic, tras chocar contra el infame iceberg, se tildaba, lentamente, al principio. Muy pronto iba a acelerar su hundimiento. En la clásica versión ficcional de este evento, Leonardo Di Caprio busca desesperadamente un atajo a uno de los pocos botes salvavidas -con espacio para rescatar a una fracción de los pasajeros-.Muchos ignoran las señales premonitorias. Para ellos, es imposible imaginar que un pedazo de hielo pueda atentar contra un vehículo de la magnitud del Titanic. Pensar que el buque podía fracasar significaba ir en contra de paradigmas muy arraigados: los expertos habían garantizado la infalibilidad del viaje.Unos pocos, el 31% de los pasajeros, para ser precisos, reaccionaron con la anticipación necesaria para conseguir el asiento que les iba a asegurar la supervivencia. Parece una coincidencia: según Brookings, al menos 30% de todos los trabajadores experimentarán una disrupción de más de la mitad de sus roles debido a la adopción de herramientas de inteligencia artificial. Muchos nos negamos a admitir el impacto de este iceberg metafórico. En este momento vemos la punta, y nos podemos dar el lujo de imaginarnos que debajo de la superficie no hay nada amenazador.Esta columna expondrá mensualmente el resto del iceberg. Desde Silicon Valley, la cuna de la nueva revolución de la inteligencia artificial generativa, vamos a sumergirnos debajo del agua para ver lo que se viene y sugerir estrategias para prepararnos, capacitarnos y conseguir un lugar en uno de los botes. Vamos a enfocarnos en cómo adaptarse a la nueva realidad, y especialmente en cómo preparar a las nuevas generaciones para un futuro de IA: Identidades Anárquicas, incertidumbres compuestas y el tsunami de noticias de tecnologías disruptivas que se anuncian a diario desde San Francisco, California.Hoy en el mundo se celebra el día de San Valentín. Tarjetas con corazones, rojos y rosas, palabras de promesas eternas y agradecimientos. Rodeados de declaraciones de amor, nos preguntamos nuevamente lo que Brad Pitt le preguntó a Leonardo Di Caprio durante la promoción de la película Érase una vez… en Hollywood: ¿por qué no podía Jack, el personaje de Leo, subirse a la tabla de madera flotante con su amante Rose? ¿No podrían salvarse los dos?Según el director de la película, James Cameron, la historia necesitaba un sacrificio para anclar la temática de la pérdida, algo similar al elemento trágico en Romeo y Julieta. El argumento parece ser que amor sin calamidad no es tan potente en estas obras de ficción. Pero esa es una premisa que afortunadamente no necesitamos adoptar en la narrativa de escenarios posibles en la era de la inteligencia artificial. Estamos a tiempo de fabricar más barcos salvavidas. Y en nuestra versión de la historia, es concebible que Rose y Jack se salven los dos, aunque capaz terminen más mojados y con más frío.Hace dos años, al comienzo de la vorágine generada por ChatGPT, me senté con algunos de los creadores de las tecnologías que dominaron las últimas décadas: Edward Jung, quien fue mano derecha de Bill Gates en los proyectos de innovación de Microsoft por 10 años; Michael Stern, quien fue miembro del equipo fundador que creó General Magic, la compañía que inventó el teléfono móvil inteligente; Alex Cohen, quien creó una de las versiones comerciales más tempranas del buscador de internet (mucho antes que Google); Philip Rosedale, el fundador de Second Life, uno de los primeros metaversos que vio Silicon Valley. Les pregunté sobre el origen de su inspiración para crear tecnología tan disruptiva. La mayoría de las respuestas hicieron referencia a una obra de ciencia ficción: Neal Stephenson, Isaac Asimov y películas que definieron a una generación, como Matrix.Michael Stern, miembro del equipo fundador que creó General Magic, la compañía que inventó el teléfono móvil inteligenteEntonces me pregunté qué tipo de realidades tecnológicas podríamos crear si consumiéramos historias menos distópicas. En esta columna nos enfocaremos en escenarios donde todos salen ganando. Donde la adaptación al cambio amplifica el potencial humano, tanto en términos de amplificación cognitiva como en la profundización de las conexiones humanas. La inteligencia artificial puede ser utilizada para liberar espacio en nuestros cerebros para tareas más creativas, como el corrector ortográfico automatizado me permite concentrarme en el hilo de este artículo. Pero también tiene la capacidad de atrofiar habilidades, tal como GoogleMaps me hizo perder la capacidad de encontrar el camino al baño dentro de mi propia casa: mi cerebro depende ahora de esta aplicación para computar dirección espacial. Lo más importante es tomar una decisión intencional sobre cuáles son las capacidades que queremos expandir y cuáles estamos dispuestos a relegar a terceros, a la inteligencia artificial. Como contó Reid Hoffman, cofundador de Linkedin, en el prelanzamiento de su nuevo libro Superagency, durante una reunión íntima en Stanford, él utiliza la IA con un rol de “abogado del diablo”. Le pide argumentos contrapuestos a los suyos para poder expandir su habilidad de descubrir argumentos posibles. Algo que en la práctica aumenta su capacidad cerebral.Estamos en un momento histórico de bifurcación. Tenemos una opción que se nos presenta infrecuentemente: cada tanto, en la historia de la innovación, experimentamos una ganancia de eficiencia y productividad. Desde la revolución industrial vivimos bajo un paradigma que obliga a maximizar la productividad humana. Durante las cuarenta horas de trabajo semanales, exprimimos toda la energía de las unidades de esta productividad: los seres humanos. Pero no siempre fue así. Víctor Valle, director de Google de Argentina y filósofo amateur, me comentó que en la sociedad griega antigua, el ocio era el privilegio de los nobles. Y el “neg-ocio”, la negación del ocio, era un rol asignado a los esclavos, ya que era una aplicación indeseable de nuestra capacidad cognitiva. En algún momento, el negocio se convirtió en la ocupación predominante para la mayoría de los seres humanos, y cada vez nos quedamos con menos ocio y más tareas aburridas.La inteligencia artificial nos da la posibilidad de deshacernos de algunas de esas tareas que nos irritan. En la gran mayoría de las más de cien charlas que di sobre el tema en los últimos años, encuesté al público presente sobre el porcentaje de tareas “indeseables” en sus semanas de trabajo. El promedio es sorprendentemente consistente: un 40% de lo que hacemos, lo odiamos (una sola vez alguien gritó que estaba feliz con el 100% de sus cuarenta horas laborales, pero estaba sentado al lado del jefe).En esencia, la inteligencia artificial se convierte en nuestro escape posible a un mundo sin tareas repetitivas y con mayor creatividad. Pero depende de una decisión crítica: si lo usamos como complemento o como reemplazo.En el universo de X-Men, la humanidad experimenta una mutación selectiva. Una fracción de la población adquiere superpoderes causados por una desviación genética, y abunda la incertidumbre sobre cómo estos nuevos poderes impactarán en el resto de la sociedad. ¿Se podrán integrar para beneficiar a todos o la nueva especie mutante reemplazará a la especie humana? El profesor Charles Xavier, mejor conocido como Cerebro, cree fervientemente en la posibilidad de la colaboración armoniosa entre las dos partes. Su enemigo Magneto es partidario de la evolución por sobre todo: solo los más fuertes merecen sobrevivir. La franquicia se convirtió en una metáfora acertada de la bifurcación que tenemos enfrente. En esta columna nos concentraremos en escenarios donde la amalgama entre el humano y la inteligencia artificial expanden los horizontes de posibilidad. Nos pondremos un casco figurativo, como el usado por Cerebro, para localizar a los nuevos “mutantes” que descubren integraciones exitosas entre los superpoderes que brinda la IA y las capacidades humanas.Durante la semana de San Valentín, hace dos años, ChatGPT cumplía apenas tres meses y medio. Ya empezaba a temblar nuestro Titanic. Las primeras señales del choque contra este iceberg figurativo se observaban con claridad en Silicon Valley. Pero yo seguía borracha con la victoria del Mundial, que coincidía con el aniversario 36 de mi llegada a la Argentina desde Seúl, Corea -año de otro mundial conquistado por la Selección-. Acababa de cumplir un sueño: ver a Messi jugar en vivo en Qatar. Después del partido contra Croacia, llamé a mi hijo Aksel, que tenía ocho años en ese momento. “Qué lindo que hayas cumplido tu sueño”, me felicitó mi hijo. “Ahora quiero que me cumplas el mío. Quiero una camiseta de la Argentina autografiada por Lionel”. “Hijo”, le contesté gritando desde el estadio, todavía respirando la gloria de los tres goles que garantizaron un lugar en la final. “Eso es imposible”, le dije. “Billones de personas quieren exactamente lo mismo y, además, las remeras de la Selección argentina están agotadas en Qatar. Aksel, sin perder un segundo, me contestó: “Me dijiste que los sueños comienzan a realizarse cuando uno cree en ellos. Sin creer, hay certeza de fracaso. Creyendo, por lo menos hay chance”. Y me dijo: “No te pido que me garantices nada, pero te exijo que por lo menos nos des una probabilidad de éxito a través del primer paso: creyendo que es posible”.Mi primera reacción fue una autoreflexión: tengo que dejar de citar tarjetas de Hallmark cuando educo a mis hijos; ellos tienden a repetir cualquier frase cursi. Pero confieso que me quedó picando en la cabeza la pelota de su argumento. Empecé a creer que era posible. Durante la semana de San Valentín de 2023, mis hijos y yo nos pusimos manos a la obra con una tradición familiar: realizar 100 actos de bondad al azar, como hornear galletitas y regalárselas a los bomberos, y organizar una campaña en la escuela de los nenes para que sus compañeros pudieran crear tarjetas hechas a mano para niños recuperándose de cirugía cardiovascular en el hospital Massachusetts General. Como parte de esta campaña, me uní a 200 desconocidos en un grupo de chat dedicado a estas acciones de bondad al azar. Las instrucciones eran simples: dar algo y pedir algo. Después de ofrecer mi valor al grupo, conté que no quería nada para mí, pero que me encantaría cumplirle el sueño a mi hijo Aksel. Un individuo llamado Peguy contestó mi comentario, mencionando que en el pasado había jugado para el equipo PSG, y que en unos meses iría a visitar a sus excompañeros. Aclaró que no conocía a Messi, ni tenía idea de cómo acceder a él, pero que si le mandaba una remera, él trataría de contribuir a que un nene de ocho años siga creyendo en sus sueños.Dos meses más tarde, veo un llamado de un número internacional desconocido. Peguy Luyindula, un completo extraño con el que no había siquiera tenido una llamada telefónica, había esperado tres horas hasta que Messi termine su entrenamiento. El sueño de mi hijo cumplido, y en mi mente, la ventaja indiscutible de la humanidad por sobre las máquinas o la inteligencia artificial: lo que nos hace fuertes como especie humana no es nuestra capacidad cognitiva de computar conocimiento o ecuaciones. Es la irracionalidad de estas conexiones, es el gozo de dar sin más motivo que hacer feliz a un extraño. En nuestro mundo humano, Rose y Jack pueden salvarse los dos, aunque la física entendida por ChatGPT indique que es imposible.Como indica la frase atribuida a Jorge Luis Borges, que predijo la IA con sus obras de ficción: “El verbo leer, como el verbo amar y el verbo soñar, no soporta ‘el modo imperativo”.100% made by humanPor Rebeca HwangTemasFuturIAInteligencia artificialConforme a los criterios deConocé másOtras noticias de FuturIAPaso a paso. Así se puede desactivar el Meta AI de WhatsApp“Volví y terminamos”. 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