Además de ser una sufrida inmigrante asturiana, Carmina era una matriarca. Ella creía que todos los hombres eran malos, salvo su hijo, por supuesto, que debió acudir durante varios años a terapia para llegar a aceptar que de vez en cuando alguna mujer podía no tener razón. Mi madre era una prima donna del hogar y fue desplazando lentamente a mi padre, que se resignó a los márgenes de la familia y a vivir fuera de nuestra órbita. Es por eso que Marcial terminó siendo sólo un capítulo de Mamá, porque era un personaje secundario de toda esa película. Murió en 2005 y unos diez años atrás, su fantasma literario comenzó de pronto a perseguirme, tanto en los sueños como en la vigilia: “¿Qué reclama?”, me preguntaba yo: “¿Qué me está reclamando?”. En su entierro aparecieron desconocidos que lloraban por él con tanto desconsuelo como el nuestro, y de vez en cuando alguien me refería una historia de Marcial Fernández, algo pequeño pero significativo que había ocurrido fuera de nuestra vista y que él jamás se había dignado a contarnos. Muchos escritores y periodistas de la Argentina y de España me sugerían que escribiera un libro sobre Marcial, pero yo no sabía cómo hacerlo. No podía escribir “Papá”, puesto que el protagonista y la mayoría de sus paisanos y amigos cercanos habían muerto, y se habían llevado a la tumba sus secretos y peripecias. No pude acometer esa tarea hasta que comprendí lo principal: debía concentrarme en abordar el tema de un padre y un hijo que no pueden comunicarse –como tantos paisanos de su generación Marcial no venía equipado con la emocionalidad necesaria para eso; era hermético y silencioso en casa-, y la clave se encontraba en el único puente que teníamos en común: las películas de la edad dorada, que veíamos juntos en “Cine de Súper Acción” y en “Hollywood en castellano”, y en un televisor en blanco y negro, que a la postre fue la verdadera ventana al mundo que aquellos pobretones de Palermo Viejo teníamos. Sin ser cinéfilos y sin conocer siquiera a los directores –luego se volvieron clásicos- observábamos como tantos argentinos aquellas películas trepidantes, heroicas, trágicas, cómicas, románticas, llenas de sugerencias, escamoteos, falacias y revelaciones. No solo somos lo que comemos, sino también lo que vimos. Lo que hemos visto en nuestra infancia y en nuestra primera adolescencia; en las pantallas y también en los ojos de nuestros padres si nos acompañaban en aquellas maratones. De manera indirecta, a veces de un modo tácito o lacónico, mi padre me señalaba en la tele asuntos que para un niño resultaban asombrosos: el amor, la infidelidad, las vidas secretas, las “mujeres buenas y las mujeres malas” (sic), el heroísmo, la cobardía, la lealtad, la muerte, Dios y también el más allá. Aquel melodrama, quizá tanto o más que la religión y la escuela formal, moldeó nuestras vidas, con sus hallazgos y verdades, y también con sus malentendidos.Volví a examinar aquellas doscientas películas, y anoté lo que recordaba de Marcial Fernández, y es asombroso que viendo Qué verde era mi valle él comprendiera cómo protegerme para siempre del bullying, o que evocando “Los mejores años de nuestra vida” me persuadiera de no presentarme como voluntario para ir a la guerra de Malvinas.El secreto de Marcial no es una biografía documentada o una crónica familiar. Es esencialmente una novela, donde su autor se permite todas las licencias literarias para mezclar ficción con realidad, y en la que no sabemos con exactitud dónde acaba la vida y dónde comienza la película, y cuyo desenlace tiene las características y el fondo de aquellos films de búsqueda, intriga y suspenso melancólico que nos regalaban esos sábados inolvidables. El zurcido entre lo autobiográfico y lo imaginado (aquellos mitos familiares que jamás podrán certificarse) debía ser muy sutil y preciso, para que nadie pudiera detectar la diferencia, y para que la novela levantara vuelo. Fueron varios años de escritura silenciosa y llena de incertidumbres: la autoficción parece engañosamente sencilla. Al menos dos veces abandoné el texto, convencido de que la novela no podía escribirse, y seguí con otros proyectos (como La traición o Cora), pero invariablemente volvía a él, quizá porque me fascinaba la posibilidad de traer de regreso a Marcial y vivir con mi padre un tiempo más. Sucedió, en todo este proceso, lo que me pasó desde el inicio de mi carrera literaria: allí donde el periodismo y la crónica me ponían barreras, el género de la novela venía en mi auxilio y me permitía saltarlas. Ganar el premio más longevo y prestigioso de la lengua, y hacerlo con una novela sobre mi padre, representa una vuelta irónica y conmovedora del destino: Marcial sufrió siempre el destierro y me desterró de su vida cuando se dio cuenta de que yo quería ser escritor –la literatura le parecía una forma de la vagancia-, y resulta entonces muy curioso que regrese hoy a España envuelto precisamente en una novela. Es, además, muy fuerte que ese personaje llamado Marcial Fernández García comparta ahora galería con las criaturas concebidas por Miguel Delibes, Ana María Matute, Francisco García Pavón, Andrés Trapiello, Lorenzo Silva, Francisco Umbral, Fernando Arrabal, Manuel Vicent, Juan José Millás, Maruja Torres, Rosa Regás y Juan José Saer, algunos de los escritores que forman el llamado “linaje del Nadal”. Sintomáticamente, esa noche en Barcelona recibí decenas de mensajes de escritores, periodistas, músicos, artistas de España, México y la Argentina: muchos de ellos me confesaban que habían padecido una incomunicación similar con su padre y que éste había sido también para ellos un verdadero enigma. Preguntarse quién fue en verdad el padre de cada uno es altamente subversivo y movilizador: no podemos ver esa figura como un ser deseante, no podemos afrontar en serio cuáles fueron sus sueños íntimos y sus confidencias con amigos, ni imaginarlo como un hombre de carne y hueso, capaz de andanzas y secretos fuera de nuestro tranquilizador campo familiar. Y sin embargo, en ese jardín podemos desenterrar muchas pistas que nos conciernen, por lo menos a quienes nos buscamos a nosotros mismos con honestidad y empeño. Mi novela no trata únicamente sobre el padre, sino sobre cómo influyó, para bien y para mal, en su obra: el hijo. Por ese camino descubrí, naturalmente, que no era un personaje secundario, como aparecía en Mamá, sino un protagonista crucial de mi existencia.Pero prefiero pensar que El secreto de Marcial es una película, no porque tenga su formato –el guion de la vida es más errático, sinuoso e imprevisible: la vida es un guion estúpido, dice Bogart en La condesa descalza-, sino porque está armada deliberadamente en tres actos. Y porque propone la idea de que todos nosotros vivimos en una película, y aspiramos a mudarnos a otra cuando nos llegue la muerte. También porque quisiera permanecer en un sábado eterno, cuando Marcial y Carmina miraban asombrados una tras otra aquellas cintas magistrales, y cuando yo era feliz como nunca, porque todavía no conocía las puñaladas del destino ni me acechaban las sombras del melodrama de la realidad.