Carlos Sainz y Max Verstappen, cada uno en su dimensión particular, se aliaron este sábado con aquellos románticos que defienden que la Fórmula 1 actual todavía es capaz de arrancar esos gestos de asombro que cada vez son más caros de ver. Bakú, un circuito monumental y caprichoso, fue el escenario elegido por el chico para lanzar uno de esos mensajes que desde pequeño le exigía su padre, el hombre que cambió el estado de ánimo de los aficionados españoles al automovilismo con sus dos títulos mundiales de rallies (1990 y 1992). A pesar de la aparente calma que proyecta la mayor parte del tiempo, el piloto de Williams sufre más de lo que hubiera imaginado en su primer año en la escudería de Grove (Gran Bretaña), metida de lleno en un periodo refundacional que va para largo, en una disciplina en la que cada vez hay menos paciencia.Seguir leyendo
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